
El avión llega casi vacío. Los pocos pasajeros que cubren el trayecto Abu Dhabi-El Cairo son casi todos egipcios: algunos son hombres de negocios preocupados por sus intereses, otros padres de familia desvelados por saber cómo están su esposa e hijos. También está Mohamed Shawky, un activista que decidió abandonar hace tres días su beca en la Universidad de Columbia (Nueva York) para unirse a sus compañeros en la plaza Tahrir.
"Puede que pierda la beca, pero no podía quedarme allí. Nos hemos puesto en contacto muchos amigos por Internet, algunos llegarán desde Londres, otros desde París. La verdad, no sé qué puede ocurrir, no reconozco a mi propio pueblo". Mohamed simboliza la esencia de la revolución que ha puesto contra las cuerdas un régimen enquistado desde hace décadas: es joven (29 años), tiene formación universitaria, pocas perspectivas de trabajo en Egipto y ha explotado su rebeldía a través de Internet.
Cuatro de la mañana en el aeropuerto internacional de El Cairo. Decenas de pasajeros esperan que acabe el toque de queda en la cafetería. Otros se aventuran a tirarse a la noche, guiados por taxistas improvisados, que se arriesgan a cambio de cinco veces el precio original de la carrera. "Los parásitos de la revolución", los llama Mohamed. Juntos abandonamos, poco antes del alba, la terminal de Llegadas. Quiere pasar por casa de su hermana para dejar la maleta y cambiarse de ropa antes de ir a la plaza.
En el camino atravesamos todo tipo de check-points: militares con los cañones del tanque apuntando al infinito, grupos de adolescentes armados con espadas, cuchillos de cocina, hierros, adultos encapuchados, etcétera. Se alza una nueva barricada de ladrillos y ruedas cada cien metros. Muchos grupos de vigilantes, acurrucados alrededor de una hoguera, nos permiten pasar sin más, levantando el brazo en señal de aprobación. Otros exigen ver los documentos y fisgonean en las maletas. Siempre con una sonrisa en los labios y sin demostrar hostilidad. Se supone que están ahí para proteger sus barrios de los saqueos, de los cientos de presos que se han escapado de las cárceles, pero también para controlar el avance de los partidarios de Mubarak.
El mundo al revés
“¿Están ahí para eso?”. Mohamed consulta con el taxista, pero no llegan a una conclusión. "Ya no sabemos quién es quién. Es un caos absoluto", le responde. En la puerta de la casa de Mohamed hay otro "check-point". Pero esta vez parecen ser rostros conocidos. Son sus amigos del barrio. Se abrazan y sube a ducharse, mientras el taxista y yo nos sentamos con los guardianes del barrio. Son seis. El mayor tiene 26 años y habla inglés a la perfección. El más pequeño cuenta con 15 años.
"Vamos a matar a Mubarak", dice un muchacho delgaducho que sostiene una hachuela, haciendo el gesto de degüello con el dedo. Nadie se lo toma muy en serio. De hecho, el mayor, Ahmed, lo corrige: "Estamos intentado echarle del Gobierno, pero la preocupación es lo que puede venir después. No lo sabe nadie. Entre los manifestantes hay mucha desunión. Es un gran lío". Un coche se acerca y dos muchachos se levantan para hacer su trabajo. Piden la identificación al conductor, que resulta ser militar, en uniforme nada menos. Entrega su documento sonriendo. "El mundo al revés", comento. "El mundo al revés", admiten todos riendo.
Salimos de allí, nos acercamos al centro. Fuera y dentro del taxi, el ambiente se enrarece a medida que nos acercamos a la plaza. Nuevos “check points”, pero esta vez sin sonrisas. Tipos duros, expeditivos con las formas: registran a empujones cada rincón de las bolsas, nos examinan. Son parte del cordón de seguridad de los amotinados, pertrechados con armas ligeras. Empieza a escucharse el gentío, cristales rotos, adoquines impactando en el suelo y algunos tiros.
Mohamed habla sin parar por un teléfono móvil que le ha dado su hermana. Está en contacto con amigos que siguen en la plaza.
-Me dicen que ha habido tiros ahora. Tres muertos.
-¿Quién ha disparado? ¿A quién?
Se encoge de hombros. Pasado un puente, bajo un scalextric, nos obligan a detener el coche, golpeando con las palmas abiertas sobre el motor. "Hasta aquí puedo llevaros", dice el taxista nervioso. Pagamos y nos saluda cariñosamente. Soldados y manifestantes se nos vienen encima inmediatamente. Quieren protegernos, nos dicen. "Si vas hacia la plaza con el extranjero, os convertís en objetivo, os masacran", le explican. Mohamed sigue empeñado. De todo esto me entero después, cuando dos soldados nos agarran de los hombros y nos obligan a dar media vuelta. La batalla campal se produce a pocos metros de allí. El Hotel Hilton, donde se encuentran la mayoría de los periodistas extranjeros, no anda lejos. Allí me encamino. "Yo me voy a la plaza", insiste Mohamed y después de intercambiar apresuradamente los teléfonos, nos despedirnos.
El caos es total en los alrededores. Mientras escribo esto, los matones de Mubarak llevan casi 20 horas atacando a los manifestantes. Lo han hecho a pie, a caballo, en camellos, con piedras, cuchillos, botellas y pistolas. Pocos dudan de que están pagados por el régimen.
El caos desatado está controlado desde arriba, con precisión aritmética. Buscan intimidar a la gente para que abandone las protestas. Con Omar Suleiman, ex jefe de la inteligencia, colocado en la vicepresidencia, el Faraón ha puesto en marcha la más sucia de las guerras para aferrarse al poder. En el camino van ya siete muertos y miles de heridos. Mientras, los militares permanecen casi siempre inmutables. Solo intervienen puntualmente, como un árbitro que tolera el juego duro. La policía y los antidisturbios parecen haber desaparecido.
Es como si hubiera un plan ordenado de crear caos de forma que la población desee el orden que garantizaba la tiranía. Para que los manifestantes, agotados, vuelvan a sus casas. Todo parece seguir una lógica. En un entorno teóricamente militarizado, se difunden rumores de asaltos y robos. La turba pro-Mubarak amenaza y golpea a los periodistas extranjeros si se los encuentra, pero después les dejan marcharse con un moratón y, a veces sin la cartera, la cámara o el teléfono.
"Muchos de mis amigos, los que están más implicados que yo, nunca se irán, porque, si se van, saben que irán a por ellos con una represión brutal después. No tienen ya nada que perder, así que se quedarán hasta el final", me había dicho Mohamed durante la espera en el aeropuerto. En estos momentos, está en algún lugar de la plaza Tahrir luchando, convencido, por la libertad de su pueblo.Fuente: elconfidencial.com
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